El Chocó es uno de los departamentos colombianos donde el conflicto se instaló con más violencia. Situado en el Pacífico y apenas comunicado con el resto del país, el 90% del territorio está titulado de forma colectiva para comunidades negras e indígenas. La historia de Delis Palacios Herrón, una de las víctimas de la masacre de Bojayá, y la lucha de los pueblos embera contra la multinacional minera Muriel son apenas dos ventanas para asomarse a la realidad del Chocó.
Por Emma Gascó y Martín Cuneo*
De “turistas” a “desplazados”
A finales de abril de 2002 se habían iniciado los combates entre lasFARC y los retenes paramilitares en el municipio de Bojayá, que forma parte de la Asociación Campesina Integral del Atrato (ACIA), uno de los tantos territorios comunales propiedad de las comunidades negras. Para protegerse de los ametrallamientos y los bombardeos, cientos de personas se refugiaron en la iglesia de la principal población, Bellavista. La iglesia estaba repleta de gente que buscaba protección material y divina. Pero el milagro no se produjo. Una pipeta de las FARC impactó de lleno en el templo. Según las investigaciones del Grupo de Memoria Histórica murieron 87 personas en ese ataque.
“En mi caso, 34 miembros de mi familia murieron”, cuenta Delis Palacios Herrón en una de las salas de laDiócesis de Quibdó que da al río Atrato.Desde junio de 2011 las víctimas de los combates, del desplazamiento y del robo de tierras se encuentran —en teoría— amparadas por la Ley de Víctimas. Éste es el caso de las víctimas de Bojayá, así como de las comunidades que sufrieron la operación Génesis. Palacios Hebrón reconoce que se está dejando entrever un cambio de estrategia en el Gobierno de Santos: “Es importante que se esté hablando de las víctimas, antes se negaba incluso que hubiera conflicto”. Durante el Gobierno de Uribe se hablaba de “turistas”, “migrantes” y “personas atraídas por el desarrollo de las ciudades”. Hoy el Estado reconoce que alrededor del 10% de la población ha sufrido de manera directa el desplazamientoforzado. En el caso de Bojayá, gracias a los títulos que llegaron con la ley 70 de 1993, las comunidades pueden reclamar sus derechos sobre esas tierras. Palacios Herrón se encontraba en la iglesia ese 2 de mayo y también resultó herida. Hoy representa a la Asociación de Desplazados Dos de Mayo: “Somos las personas que decidimos no retornar a Bojayá y quedarnos en Quibdó, 280 familias que decidimos no volver”. Fuera atardece.
Sin embargo, esta líder negra critica la escasa aplicación que de momento está teniendo la llamada Ley de Víctimas: en Bojayá el Gobierno sólo se dedicó a la reconstrucción de infraestructura, dejando temas como el apoyo psicológico o la reconstrucción de tejido socioeconómico de lado. Tampoco se han establecido las medidas para que no vuelva a ocurrir algo similar. Cada día se producen asesinatos de líderes que reclaman sus derechos. “Ayer no más asesinaron a un compañero”, suelta Palacios. Cada ocho días un defensor de los derechos humanos es asesinado en Colombia. Las llamadas Águilas Negras también la han amenazado a ella.
—¿Quiénes están detrás de las Águilas Negras?
—Si uno lo dice públicamente al otro día lo más seguro es que no amanezca —Palacios aprieta los labios—. Sabemos que hay complicidad entre altos cargos del Gobierno. Yo se lo decía al viceministro: cada vez que nos sentamos con ustedes y les decimos las cosas, ahí es cuando más problemas tenemos. El ministro se quedó callado.
Mantener el jai
María Yaneth Moreno, la hermana Yaneth, trae una bandeja con café y agua fresca. La Diócesis lleva más de 35 años apoyando el trabajo de la Orewa, la organización indígena donde se coordinan los pueblos originarios de la región: wounaan, dobida, katío, chamí y tule. En la actualidad unas 40.000 personas originarias viven en el Chocó, pero cada vez son menos. Según ha expuesto la Corte Constitucional, se encuentran ante un etnocidio.
Aparte de los asesinatos y el desplazamiento, la principal causa es la desnutrición. Elina Velázquez, de la etnia embera dobida, explica desde el otro extremo de la mesa, cómo los actores armados impiden ir a cazar a las comunidades y controlan la cantidad de alimentos o medicinas que los embera transportan por el río, bajo la acusación de estar alimentando a los bandos opuestos. Como consecuencia, las comunidades sufren una escasez extrema. “No es fácil ir a las 4:30 h de la mañana dos horas en canoa para traer unos plátanos para el sustento de la familia”, denuncia Velázquez. Desde que en 1999 el presidente Andrés Pastrana firmó con Bill Clinton el Plan Colombia, que multiplicó recursos para la militarización, estos problemas se agudizaron.
Una enmienda del Plan Colombia que se publicó unas semanas después del texto original completaba la estrategia militar: el Gobierno colombiano debía “abrir completamente su economía a la inversión y el comercio exterior”. En el sector minero, las inversiones extrajeras directas aumentaron en un 640% entre 1999 y 2009. En la cuenca del Atrato el Estado otorgó en 2005 nueve concesiones minerasa la empresa estadounidense Muriel Mining Corporation para explotar cobre, oro y molibdeno. Una de esas concesiones se encontraba debajo del cerro Usa Kirandarra, también conocido como cerro Careperro, lugar sagrado para el pueblo embera.
Las comunidades ya conocían bien las consecuencias de la minería en sus territorios. A la contaminación y los brotes de paludismo por el agua estancada en los yacimientos, la hermana Yaneth añade el fuerte choque psicológico: “Los niños, niñas y jóvenes se están suicidando. Entre el pueblo embera no existe el suicidio, nosotros loscampunía, los no indígenas, lo llamamos así. Desde la cosmovisión embera, al desequilibrarse la madre tierra, se desequilibra la relación que hay entre el ser humano y el territorio, y se genera la muerte. También se da la llamada enfermedad del miedo, después de un bombardeo, por ejemplo. El jai que protege el cuerpo para que no se enferme, lo abandona”.
En enero de 2009 la Muriel se disponía a iniciar la explotación de Careperro. Para su seguridad contaba con las brigadas XV y XVII del Ejército. José Luis, embera dóbida nacido en Bojayá, recuerda los días en los que consiguieron rescatar su lugar sagrado: “Vinieron 2.400 indígenas, mujeres, hombres, jóvenes, adultos, niños, con su pintura y su vestido tradicional. Llevábamos muy poca comida, un platanito comíamos entre cinco o seis personas, y aguita escasa, sin techo, toda la cama mantenida húmeda. Allá es bastante alto, hace frío, granizos, en cada momento llueve. Murieron varios niños”. La minera aseguró que la toma estaba apoyada por la guerrilla. “Y al contrario, estaba solamente la población civil de los emberas, las ONG, los abogados y los periodistas”, contrapone José Luis. El Ejército llegó a bombardear la zona, dejando varios heridos.
En los helipuertos de la minera los embera construyeron casas. Los helicópteros ya no podían aterrizar. A golpe de machete destruyeron la reserva de agua de la Muriel. La minera les ofrecía comida, pero nunca la aceptaron. “Durante dos meses estuvimos allá”, cuenta. La Corte Constitucional les dio la razón en octubre de 2009 al ordenar la suspensión del proyecto. La minera no había realizado la obligatoria consulta previa, sino un simulacro: “Compraron cinco líderes de la zona, a uno le dieron un motor, a otro 500 mil pesos, a otros cigarrillos y café, y los hacían firmar para poder entrar a la zona”, denuncia José Luis. En marzo de 2012 la Corte volvió a dar la razón a los indígenas.
En la actualidad una comunidad vive junto al cerro. Son 17 casas, tienen escuela y las familias que viven allí están organizadas. Todos los días visitan el cerro para ver qué está pasando. Si llegan militares, dan la voz de alarma. Han conseguido que el cerro permanezca intacto.
*Emma Gascó y Martín Cúneo son periodistas de Diagonal y autores de Crónicas del estallido. Viaje a los movimientos que cambiaron América Latina (Icaria, 2013). Más información en cronicasdelestallido.net
Publicado en Otramérica