[tomado del periódico de la Universidad Nacional]
Dos décadas después de la masacre en Bojayá los sobrevivientes presentan enfermedades del sistema nervioso central, con dolores de cabeza y estrés postraumático; también, afecciones en órganos, dificultad auditiva, cicatrices sin tratar y resto de explosivo en sus cuerpos.
El 2 de mayo de 2002, guerrilleros del bloque José María Córdoba de la antigua guerrilla de las FARC y paramilitares del bloque Élmer Cárdenas se enfrentaron entre las cabeceras municipales de Vigía del Fuerte y Bojayá, zona de Bellavista, en Chocó.
Las FARC lanzaron una pipeta de gas llena de metralla o “cilindro bomba” que destrozó la parroquia y la humanidad de 117, de las 300 personas que allí se refugiaban. Según las cifras del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses entre los fallecidos hubo 47 niños; y el ataque dejó 19 heridos de gravedad y 95 personas con heridas leves.
Luego de casi dos décadas de aquel cruento episodio del conflicto armado colombiano, el perfil epidemiológico de la población sobreviviente de la masacre (aplicado a 67 personas) evidenció que, como consecuencia de una falta de atención y seguimiento oportuno y adecuado, estas personas afrontan afecciones físicas y mentales, una de las más importantes: el estrés postraumático identificado en el 56 % de las personas consultadas.
La bacterióloga Natalia Moreno, magíster en Salud Pública de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), afirma que en su investigación el 33 % de los sobrevivientes todavía tienen esquirlas de explosivo en sus cuerpos; el 40 % tienen discapacidad psicosocial y el 85 % pérdida auditiva como consecuencia del fuerte estallido.
El trabajo forma parte del proyecto de extensión solidaria “Laboratorio Salud Rural y Comunidad de Bojayá, Chocó”, liderado por la profesora Zulma Urrego, del Departamento de Salud Pública de la UNAL.
La magíster explica que se realizaron valoraciones médicas de especialidades como salud pública, medicina general, fisioterapia, fonoaudiología y psicología y psiquiatría y un componente colectivo donde se hicieron charlas participativas a la comunidad.
Agrega que “en Colombia las comunidades afrocolombianas no están tan investigadas como las comunidades indígenas. Esto era un reto porque la información es escasa. Recolectamos una cantidad de información con respecto a las valoraciones relacionadas con las condiciones de vida, estado de salud y como comunidad lo que percibían de la masacre y consecuencias”.
Sin embargo, había poca información epidemiológica reportada de forma oficial. “Encontramos datos estadísticos en boletines de perfiles epidemiológicos; tomamos dos momentos -2002 y 2018- para mostrar qué ocurrió con los sobrevivientes en dicho lapso”.
Relata que apoyados en la epidemiología clínica se observaron aspectos económicos, sociales y estatales que influyeron en la salud de las personas; desde la dimensión particular se tuvo en cuenta cómo la comunidad y el apoyo comunitario se convierten en factores protectores que infieren en las condiciones de vida social y cultural.
Señala que debido a problemas de seguridad, en 2019 no pudo adelantar su trabajo en terreno, situación que se mantuvo en 2020 con la emergencia sanitaria provocada por la pandemia de COVID-19. Esta situación le obligó a realizar un cambio metodológico.
Tras el atentado y pese a haber sido reubicados en el territorio, la población evidenció una precariedad masiva en temas de vivienda, acceso a servicios de salud y servicios públicos. Se vio un hacinamiento marcado, sobre todo en Quibdó, donde los sobrevivientes llegaron a habitar en sitios de invasión en la zona rural, pero sin acceso a agua.
La magíster menciona que “la mayoría de estas personas son del régimen subsidiado, no tienen un trabajo formal, no han completado su educación y la ocupación que predomina en las mujeres es el cuidado del hogar, mientras que los hombres están dedicados en un 66 % al trabajo informal como ventas ambulantes y transporte de personas en lanchas”. Asimismo, ante la falta de servicios de salud, la población ha tenido que recurrir a la medicina tradicional como un salvavidas.
Con respecto a los procesos protectores se encontró la participación activa de los líderes comunitarios desde el momento de la masacre hasta la actualidad; como procesos destructivos se identificó aún la presencia de actores armados en el territorio, amenazas, constantes desplazamientos, la vulneración de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de las personas.
De otra parte, los procesos organizativos se muestran como forma de resistencia ante la violencia, y el uso de la medicina tradicional que ha logrado tratar las complicaciones de salud tanto físicas como emocionales.
Según la profesora Urrego, es necesario que se generen estrategias para el afrontamiento de las dificultades de poblaciones sobrevivientes, como la de Bojayá, ya que sin información base como perfiles epidemiológicos es imposible hacer un seguimiento a la reparación integral en salud en el marco del Acuerdo de Paz.
Advierte que “la comunidad de Bojayá estuvo dentro de los más priorizados para atender las estrategias de reparación de víctimas; no obstante, hay otros grupos que no cuentan con esa priorización, pero que necesitan conocer cuáles son sus condiciones de salud, no solamente en las inmediaciones del evento, sino también cómo han evolucionado, saber con qué recursos cuenta la comunidad, cómo están sus condiciones de vida; sin esa información no es posible planificar estrategias integrales de atención en salud”.
La profesora señala que, una de las principales barreras para estas estrategias se concreten, es la percepción de que las instituciones del Estado no asumen su obligación de estar a cargo del cuidado y la salud de la población en todo el territorio nacional.