Bojayá en el olvido 12 años después

El pasado dos de mayo de 2014, se conmemoraron 12 años de la masacre de Bojayá, en donde en confrontación armada con los paramilitares, la guerrilla de las FARC lanzó un cilindro bomba que acabó con la vida de 89 personas civiles, entre ellos 48 niños/as.

LEYNER PALACIOS ASPRILLA*.

Bojayá es un pueblo ubicado en la gran costa Pacífica, en orillas y afluentes del rio Atrato; lo integran 19 consejos comunitarios y 32 resguardos indígenas; este era un pueblo de esperanza, de vocación agrícola, de pescadores, hasta que llegó la guerra y acabó con todo. Hoy, después de 12 años, encontré nuevamente los estragos de una maldición que pareciera marcarnos desde aquel día: se ven personas que caminan aparentemente normales, pero con las imágenes de aquel aciago instante rondando sus mentes, recorriendo sus venas, negando nuevas sonrisas, metiéndose en sus ojos, robando interminables lágrimas de sangre. Y sin embargo, siguen aferrados a la vida, una vida a la que aún el Estado no garantiza sus derechos, pero al fin al cabo, una Vida.

Porque Bojayá es una comunidad que se resiste a olvidar a sus víctimas. Por eso cantan con el corazón las mujeres de Pogue los alabaos desgarrantes del dolor por la pérdida de sus familiares; son alabaos con alto contenido de denuncia y reclamo; también he presenciado la alegría de los jóvenes en los actos culturales y entonces me preguntaba, ¿podrían aquellos niños/as caídos ser los danzantes de la alegría que vemos en estos jóvenes sobrevivientes de la masacre y del olvido? A esta pregunta no le tuve  una respuesta, lo que sí pude  constatar es que muchos de ellos no los alcanzó la bala ni las esquirlas de la bomba, no los mato el estallido, ellos mostraban las señales sólo en su cuerpo. Vi el olvido total, un olvido reflejado en la falta de las más mínimas condiciones para sobrevivir, pues muchas víctimas todavía esperan con angustia la anhelada atención psicológica y médica, una reparación integral que no esté hecha de cemento.

Vi un pueblo abandonado a su suerte. A pesar de la masacre y sus impactos, “hoy Bojayá no está siendo acompañado por nadie”, así lo relata un testimonio de un joven, “ hasta la administración local nos abandonó” eso para expresar su sentimiento e impotencia al ver la discusión en un foro organizado en donde se reflexionaba sobre la falta de salud, educación, vivienda adecuada, servicios públicos entre otras cosas, pero en este dialogo sólo estaban los miembros de los consejos comunitarios y resguardos indígenas; tal vez por ello levantamos la mirada hacia otra parte del auditorio y en donde podía distinguir algunos miembros del Centro Nacional de Memoria Histórica y los misioneros de la diócesis de Quibdó.

El asunto se vuelve complejo porque de esos temas no hay con quien hablar: “Llevamos más de doce años buscando que exista un médico contratado permanentemente, que haya medicinas, que el centro de salud no se haga aguacero, que haya energía eléctrica permanente para que cuando haya médico pueda atender los partos, que los niños indígenas no se mueran por falta de una remisión oportuna a la ciudad de Quibdó».Parece que los planteamientos de la Corte Constitucional desde el año 2005 no tienen observancia institucional en el estado social de derechos como el nuestro.

Pude ver al delegado de las víctimas, repartiendo los alimentos (refrigerios y almuerzos), pues el señor fue contratado como operador logístico para algunos eventos; esta es la única y más importante labor que él realiza en el marco de la atención a las víctimas del conflicto armado en este rincón  de la patria; alguien llamó pidiendo una entrevista con el alcalde municipal, pero esto no es posible: El dos de mayo fue declarado oficialmente un día cívico, por tanto toda la administración municipal cesa sus labores, pero nadie asistió a los actos de conmemoración programados.

Con estos doce años de recuerdos y memorias, la gente quiere proyectarse hacia el futuro y dejar un pasado doloroso pero, ¿cómo hacerlo cuando se pregona la justicia y no hay una sola investigación seria sobre los autores intelectuales y materiales de este genocidio? Sobre esto indagamos y la gente manifiesta que la justicia está llegando con la noticia de que pronto se tendrá al señor FREDY RENDÓN HERRERA alias el Alemán librecito y coleando después de pagar tan sólo ocho años de cárcel por asesinar a centenares de civiles campesinos  de la región, desaparecer y desplazar a millares de familias. De los militares y su connivencia con los paramilitares no hay investigación en curso, todos han sido absueltos y a los miembros de las FARC  no se les conoce el rastro. “Bonita” justicia la nuestra, la colombiana, las víctimas aún siguen con sus problemas de salud, con las esquirlas en el cuerpo, con las heridas abiertas  y el dolor. De sus lesiones pareciera que brotaran para siempre sangre de tristeza y nostalgia por un pasado que no volverá y unos familiares que dieron su vida a cambio de nada.

Bojayá es un pueblo conocido por los destrozos que dejó la guerra, pero desde la Coordinación Regional del Pacifico, desde COCOMACIA, desde los cabildos indígenas, desde la Diócesis de Quibdó,  nos atrevemos a decir que es hora de exorcizar la maldición que sobre nosotros han impuesto funcionarios y estadistas corruptos, que no nos va a ganar el olvido, que en los diálogos de la Habana necesitamos ser escuchados, que esta guerra no puede llevarnos a la insensibilización y a la inhumanidad.

Señores de la guerra y de la política que apoyan la guerra, tengan la decencia de dirigirse respetuosamente a este pueblo con la verdad y la justicia. Ya no nos revictimicen. Somos sujetos de derechos y pertenecemos a un país al cual ya dimos nuestra cuota de sangre.

*Leyner Palacios es el Coordinador de la Regional Pacífico, una red de organizaciones étnicoterritoriales e Iglesia católica. Él estaba dentro de la casa de las hermanas Agustinas misioneras con su familia cuando estalló el cilindro bomba.

Fotografía utilizada:  Archivo particular y Jesús Abad Colorado (fuente: http://choco.org)

Frente al olvido, Bojayá vive

La cicatriz es indeleble. El olvido logra profundizarla cada día, cada año, cada conmemoración del crimen de guerra que asoló Bellavista (Bojayá, Chocó, Colombia) el 2 de mayo de 2002.

Un día como hoy, cada año, algún diario publica un reportaje constatando que nada va bien; las víctimas y, en general, las personas que habitan el Medio Atrato reclaman verdad, justicia y reparación; las organizaciones se lamentan de los discursos vacíos y las promesas ajadas de políticos locales, departamentales y nacionales…

En 2012, con motivo de los 10 años del crimen de guerra que dejo 79 víctimas mortales y miles de damnificados con secuelas de por vida, las comunidades exigieron respeto y atención al Gobierno de Colombia. Una vez más, fueron despreciados, confortados con discursos y migajas.

Hoy, las personas que trabajamos desde el colectivo HREV nos solidarizamos una vez más con las compañeras y compañeros del Medio Atrato, denunciamos UNA VEZ MÁS la política racial, violenta, extractivista y antidemocrática del Estado colombiano y de sus agentes y pedimos a los organismos internacionales que no sigan consintiendo esta violación sistemática de los derechos humanos individuales y colectivos, así como de los derechos territoriales de los pueblos originarios y afrodescendientes de Bojayá, del Atrato y de Colombia en general. Cada concesión que hacen los organismos internacionales con el Estado de Colombia es una losa más para la dura carga de olvido y exclusión de las comunidades. Como dijimos hace un año: “Ha pasado el 2 de mayo y todo ha quedado más claro: el compromiso de las comunidades con la memoria y con la construcción de alternativas; la desidia y el desprecio oficial; la falta de compromiso del Estado con la Justicia y la Restitución para las comunidades afrodescendientes e indígenas del municipio de Bojayá y del Medio Atrato…”.

Bojayá vive, su memoria perdura.

 

HREV, 02 de mayo de 2013

 

Bojayá: de la muerte al emblemático abandono

La población civil, refugiada en un templo, fue víctima de los enfrentamientos entre grupos armados ilegales. 79 personas murieron y miles fueron desplazadas. Memoria de otro olvido.

Publicado en Tras la cola de la rata

Bojayá: de la muerte al emblemático abandono

Investigación: César Romero y Natalia Zapata

Texto y fotografías: César Romero

En el Nuevo Bellavista, cabecera municipal del municipio de Bojayá, en Chocó, el primero de mayo fue un poco distinto a la celebración del resto del país. Mientras en las otras ciudades grandes marchas se gestaban en forma de protesta por oportunidades de trabajo, el TLC, las condiciones laborales, la política actual, el inconformismo mundial, la ley Lleras y demás problemas laborales.

En el Día internacional del trabajo, en el Nuevo Bellavista, no hacían presencia los sindicatos, pues no hay empresas, pero sí se armaba una nueva lucha.

Las pangas, como se les conocen en el río Atrato son lanchas rápidas con capacidad de transportar 20 personas aproximadamente.

Desde días anteriores, los botes y pangas, como se les dice a las lanchas rápidas en esta región, llegaban con más frecuencia al  territorio bojayaseño,  pues en estas llegaban las comisiones de las diferentes organizaciones, periodistas, representantes de la Diócesis de Quibdó y desplazados que no volvieron al pueblo luego del jueves 2 de mayo del 2002, día del emblemático suceso conocido como la Masacre de Bojayá.

Aunque la presencia de fuerza pública ha aumentado, los habitantes de Bellavista no creen que sea la única solución que puede brindar el Estado.

El 30 de abril no fue un día ajeno para la llegada de varias personas al Nuevo Bellavista. En Quibdó, desde la mañana, las nubes, un poco grises, daban indicios de que querían acompañar las pangas rozándolas de lluvia durante su recorrido por el río Atrato, aquel que recorre el 70% de las tierras chocoanas de norte a sur. En la zona de Bojayá, ese mismo día, las nubes daban una gran sombra.

La iglesia de la cabecera municipal, una réplica de la misma en donde caería un cilindro bomba lanzado por las Farc hace diez años, acogía a algo más de 200 personas que presenciaban cómo sus líderes, entre ellos Delis Palacios, representante de ADOM (Asociación de Desplazados del 2 de Mayo), daban a conocer las propuestas y los puntos claves de los cuales hablarían en una concertación con quien ellos esperaban, fuera el Presidente de la República, o sino, un representante de “peso” del alto gobierno. Las palabras que retumbaban en los espacios de la iglesia se referían al olvido del Estado para con el pueblo, llamado por un colega periodista como la segunda masacre de Bojayá.

Las personas de la comunidad bojayaseña hicieron presencia en el Polideportivo de la cabecera municipal (Bellavista) para escuchar a los representantes de la mesa de negociación.

Las condiciones de vivienda, salud, educación, electricidad, agua y procesos agrícolas eran temas que juiciosamente tenían en sus hojas los líderes de la comunidad, divididos en indígenas, líderes comunitarios y representantes de asociaciones, que vieron cómo aquel primero de mayo el Estado se burlaba de ellos. Cuando esperaban la asistencia de un alto funcionario, al polideportivo, lugar donde se hicieron las reuniones del nombrado día, sólo llegaron dos representantes de la Unidad de la Atención a Víctimas y “el secretario, del secretario de tal secretario”. Los murmullos se escuchaban desde las gradas del recinto, varios habitantes gritaron su inconformismo porque el Estado, de nuevo, los dejaba plantados.

“No necesitamos segundones”, se decía en la tarima, en la misma donde unos minutos después el indígena embera Ángel del Miro, quien hacía parte de la mesa de concertación como representante de las 31 comunidades indígenas del municipio, amenazaban con entrar en asamblea permanente y que, si era necesario, haría que los 4.800 indígenas que viven en tierras bojayaseñas se trasladaran a la cabecera municipal hasta que un alto mando del gobierno hiciera presencia y se sentara en la mesa de negociación, donde la propuesta, que había sido entregada 18 de marzo al gobierno para su análisis, fuera debatida.

Las personas de la comunidad bojayaseña hicieron presencia en el Polideportivo de la cabecera municipal (Bellavista) para escuchar a los representantes de la mesa de negociación.

Al final del día, y luego de haberse reunido con Gilberto Murillo, gobernador del departamento del Chocó, los integrantes de la mesa de negociación le contaban a la comunidad que se haría todo lo posible para que el alto gobierno hiciera presencia en la cabecera municipal. Los hombres, mujeres y niños que en las horas de la noche compartían en el polideportivo, se iban a sus casas, de manera lenta y despaciosa. Estaban cercanos los 10 años del imborrable día en el cual las Farc y los paramilitares convertirían un espacio santo para ellos en el peor lugar donde pudieron haber estado en el momento, donde los cantos de los pájaros quedaron oscurecidos por ruidos de disparos y explosiones.

Huellas de pies pintadas en el piso de la iglesia en donde cayó el cilindro, representando la sangre que se derramó en el sitio.

Para el final de abril del 2002, los disparos ya hacían parte de los sonidos habituales de la selva que custodiaba el río Atrato. Los intercambios del fuego cruzaban el río de lado a lado y las Farc presionaban el despliegue de los 200 paramilitares que bajaron del norte del departamento del Chocó, evitando, sin nadie saber por qué, el reten militar sobre el río Atrato en el municipio de Riosucio.

Así, los uniformados de las AUC empezaron a escudarse entre las viviendas al sur del casco urbano de Bellavista, donde las personas del pueblo empezaron a abandonar sus casas de madera para encontrar un mejor refugio, un lugar que fuese construido en cemento y que pudiera albergar a varias personas, es decir, la iglesia. Al templo llegaron varias familias y a la casa de las misioneras agustinas, algunas otras.

Pasaban los días en el hostigamiento del fuego cruzado hasta que en la mañana del 2 de mayo el comandante de la Farc -Jhonover Sánchez Arroyave, alias El“Manteco- ordena el uso de cilindros bomba, mecanismo utilizado en varias regiones del país por aquel grupo guerrillero. Los disparos ya no eran suficientes para detener la arremetida de los paramilitares –del bloque Elmer Cárdenas, comandado por Freddy Rendón Herrera, alias “El Alemán”-.

La impaciencia de la guerrilla en el combate dibujó el camino inicial a lo que sonaba a desgracia, empezaría el lanzamiento de los cilindros. “El primer lanzamiento destruyó una vivienda del centro de la cabecera municipal. El segundo artefacto lanzado cayó un poco más lejos, detrás del centro de salud, pero no explotó. La tercera pipeta destruyó el techo del templo parroquial y estalló al interior del mismo, luego de impactar contra el altar de la edificación religiosa”. Es así como el informe “Guerra sin límites”, difundido en el 2010, narra el hecho que hoy se conoce como la Masacre de Bojayá, aquella que ocasionó el desplazamiento de 5.771 personas y la muerte de al menos 79 de sus habitantes.

La mañana del 2 de mayo prometía un lindo paisaje en el cielo. La tormenta que cruzaba el pueblo en la madrugada dejaba las vías como pequeñas quebradas, pues aunque están pavimentadas, no cuentan con sistema de drenaje.

La iglesia que se construyó en el Nuevo Bellavista es una réplica de aquella en donde hizo explosión el cilindro lanzado por las Farc en el 2002.

Los forasteros que llegaban al pueblo iban con sus vestimentas blancas, estilo papayera. Los habitantes se repartían su luto con diferentes colores. Unos iban de negro por respeto a las víctimas, otros, de colores llamativos, combinación perfecta para su color de piel. Así, entre el sol que no quería perderse detalle de la conmemoración y los brillos de sombrillas, banderines y demás objetos, la marcha empezaba a andar con los pies de las víctimas, algunos indígenas, miembros de la Diócesis y algunos periodistas.

Los marchantes llevaban banderines con los nombres de las personas asesinadas el día de la masacre, que después colocarían en un especie de altar con arreglos florales encima de un improvisado bote.

Los cantos de las mujeres no se hicieron esperar, voces que se escuchaban totalmente sinceras. Las musas de Pogue, las mujeres que cantaban,  adornaban el sonido de los pasos y el murmullo, convirtiéndolas en recuerdos y memoria de la masacre, aquella donde morirían 79 personas que se encontraban en la iglesia que cuidaba el Padre Antún Ramos en aquel 2 de mayo del 2002.

Algunos indígenas acompañaron la marcha de la conmemoración, pues en la avanzada paramilitar del 2002 sus comunidades también se vieron afectadas y experimentaron el desplazamiento.

La conmemoración era el escenario de rencuentro de los desplazados de la masacre que no volvieron por diferentes circunstancias. Luego de darle la vuelta a la iglesia del Nuevo Bellavista, la marcha de las víctimas de la masacre se dirigía al puerto. Allí, los botes y las pangas que estaban a la mano se llenaban al límite para que todos pudiesen ir a rencontrarse “con la nostalgia, el momento difícil”, como lo llama Máxima Asprilla, víctima de la masacre. Al río Atrato no le disgustaba ser parte de la conmemoración. Sus aguas, mansas para el día, colaboraban con el transporte de la comunidad hundida en el recuerdo. “Al ver todo de nuevo dan ganas de llorar, uno piensa que vive el mismo momento (el del día de la masacre)”, recuerda.

En el antiguo Bellavista la hierba se ha adueñado del territorio. Las ruinas permanecen como testigos mudos, los viejos muros del colegio, donde todavía se ve dónde quedaban los grados 10 y 11, se ven de un color verdoso a causa del olvido. La cancha de microfútbol y baloncesto es el lugar de refugio para los militares que custodian la zona y la mayoría de las casas que eran de madera desaparecieron de la vista del viejo lugar. En el Bellavista viejo sólo viven las hermanas Agustinas, quienes llevan varias décadas como misioneras en la región, luchando contra los líderes de los grupos ilegales para el respeto de la población civil en el conflicto armado que afronta el país.

Las personas que integraban la marcha tuvieron que trasladarse hacia el viejo Bellavista en pangas y botes.

La iglesia donde cayó la pipeta de aquel 2 de mayo del 2002 fue reconstruida con el apoyo de a la Diócesis de Quibdó. En el lugar hace presencia el Cristo mutilado, imagen que quedase así tras el impacto de guerra de las Farc. Mientras los ojos de la mayoría estaban puestos en el Cristo mutilado, Monseñor Julio Hernando García lideraba, al lado del sacerdote Antún Ramos, la misa de la conmemoración de los diez años. La luz que se filtraba por los costados de la iglesia era suficiente para resaltar las túnicas de los religiosos, la de García muy blanca, la de Ramos colorida, representativa de alguien afro.

Al pasar de la misa, y entre oración y oración, los cantos de las mujeres hacían parte de esa resistencia, letras que Elizabeth Álvarez o mejor conocida como Lucero, compuso luego de toda la vivencia de la masacre, el desplazamiento, el abandono, la promesa estatal y el hecho de sólo tener un médico en la cabera municipal. Sin dejar por fuera, casi al cierre de la misa, la oración al santo cristo de Bojayá, el Cristo mutilado.

El sacerdote Antún Ramos era el párroco de la iglesia cuando sucedieron los hechos del emblemático caso conocido como la Masacre de Bojayá.

El cristo que adornaba la iglesia antes de la masacre quedó sin algunas partes del cuerpo luego de la explosión. En el momento hace parte de un altar y es llamado el Cristo mutilado.

“La Iglesia no puede suplir, ni debe suplir, los compromisos que tiene el Estado con un pueblo normalmente marginado y olvidado. Acontecimientos como este no pueden llevarnos al olvido. Este es un pedazo del territorio nacional, cubierto también por el dolor y la tragedia”, dice Monseñor García dentro de una iglesia que esta vez no reventaría por una explosión, sino que reventaría por lo colmada y por el sentir, el dolor y la lucha de una comunidad que no quiere ser olvidada por un Estado que le ha prometido y prometido, como en la tarde del 13 de Octubre del 2007, cuando el expresidente Álvaro Uribe prometió al Nuevo Bellavista que al terminar el 2008 contaría con conexión eléctrica permanente y, hasta hoy, sólo hay energía de 6:00 de la tarde a 6:00 de la mañana.

A la salida de la misa, Lucero buscaba con emoción a Monseñor García, pues en el proceso de memoria que lleva a cabo la comunidad está estipulada la creación del santuario en el lugar de la masacre. No sabía a quién dirigirse, en un momento muy corto supo que el asunto del santuario no se discutiría, por lo menos en ese día, pues Monseñor García salió de prisa en una panga hacia Quibdó y nadie más supo decirle qué pasaría algo al respecto.

Con la mirada noble que irradia, Lucero no tuvo otra opción que ir a observar la danza y el teatro que se adueñaron de una de las casas abandonadas del viejo Bellavista. El color rojo, el blanco y la piel negra, mostraban de forma simbólica la pérdida de costumbres con referencia al río, tras la reubicación de la cabecera municipal en el 2007. Allí mismo, de manera creativa, se exponían los desacuerdos con lo hecho por el gobierno, tal como vías pavimentadas que se inundan, casas con acueducto pero sin agua,  además del rechazo total al conflicto armado que azota la región del Atrato.

Cayendo la tarde, y luego de que todos experimentaran la delicia del pastel chocoano, algo similar al “tamal”, las personas retornaban en los botes y pangas a la Nueva Bellavista, dejando atrás un lugar al  que recuerdan con dolor pero con mucho cariño, pues allí es el viejo espacio donde quedaban sus casas, sus cultivos, su río. Un par de horas después, entrada la noche, la última reunión para la conmemoración de esta década de dolor hacía presencia en la Iglesia del Nuevo Bellavista. No había dónde sentarse, los niños peleaban por estar en la parte de adelante, no por estar en primera fila para la presentación del grupo musical de aquel día, sino para poder salir en la transmisión de Caracol Noticias.

El Golpe de Amporá, grupo musical de Quibdó, contagiaba a los asistentes con sus pegajosos ritmos, que llamaban a los movimientos al tocar los instrumentos y al cantar las canciones. El amarillo de sus vestidos hacía que se notaran más en aquel espacio, repleto de repente por los participantes de la mesa de negociación, que, malhumorados, daban la noticia de que el gobierno tampoco había mandado a ningún funcionario de alto rango en aquel día para así avanzar en la concertación y que se procedería a tomar cartas en el asunto, con la posibilidad de concretar en un futuro una movilización del pueblo de Bojayá hacia la capital del país.

2 de mayo del 2012. Diez años después de la masacre la luna acompañaba el terminar del día. La iglesia se desocupaba al terminar los ritmos del grupo musical de esa noche y al conocer un nuevo desplante del gobierno. En Bojayá no se pelea por ser sólo víctima, las personas agradecen las casas que el Estado les dio a medio terminar, ven como adelantos las vías pavimentadas que se inundan, pero se sienten excluidos.

Quieren ser reparados totalmente, que no sólo los vean como las víctimas de la masacre a quienes el gobierno envía grises funcionarios de la Unidad de Víctimas, sino que quieren que se les siga tomando como ciudadanos al que el Estado les debe muchos años de haber mirado hacia otro lado. Ya Bojayá no se representa como la masacre, las Farc, la Iglesia, la pipeta, los “paras”, también incluye en su lista de características al abandono.

2 de Mayo. La noche no era tan oscura a causa del reflejo de luz que brindaba la luna, cerrando así los 10 años de la masacre.

Son diez años de resistencia y de lucha en Bojayá por la no impunidad, por la memoria. Una historia que se muestra cada año en la respectiva conmemoración, pero un relato que a pesar de ser emblemático todavía está en el hilo del olvido de un país desmemoriado, tal y como le pasó a mi compañera de investigación, a quien la llamó una allegada, algo alterada y preocupada, porque le contaron que visitaba un lugar donde había explotado una bomba y quería saber si estaba bien.

César Romero/Tras la cola de la rata